Normales rurales. Historia mínima del olvido
Alicia Civera Cerecedo
Parece que fue necesaria la desaparición y asesinato de 43 estudiantes normalistas rurales de la escuela Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero, los días 26 y 27 de septiembre, ocurridos en medio del asesinato y desaparición de miles de personas en el contexto de la guerra contra el narcotráfico, para que nos preguntáramos qué han sido las escuelas normales rurales, a las que se ha calificado de “vivero de rojillos” o “semillero de guerrilleros”. Lo cierto es que de las aulas de estas escuelas han egresado líderes de diferentes ámbitos políticos. Tan sólo por poner unos ejemplos: Othón Salazar y Misael Núñez Acosta, líderes del movimiento magisterial en contra del charrismo sindical y Carlos Jonguitud Barrios, uno de sus principales representantes; Lucio Cabañas, fundador del Partido de los Pobres, Manuel Sánchez Vite, gobernador de Hidalgo por el PRI, Celia Rangel, profesora y líder agrarista en Jalisco. Más allá de estos sonados casos excepcionales, de las escuelas normales rurales han egresado generaciones de profesores que han trabajado frente a grupo durante años, muchos de ellos en zonas rurales o urbanas marginales y que han conformado una cultura magisterial particular en la que el compromiso social es un componente importante. Aquí señalaré algunos de sus rasgos.
Las escuelas normales rurales fueron creadas después de la Revolución de 1910 como parte del ambicioso proyecto cultural que buscaba transformar la vida de las comunidades rurales a través de la escuela. Su objetivo inicial fue formar maestros capaces de civilizar a los campesinos en las escuelas rurales que se abrirían en todo el país. A principios de los años treinta fueron convertidas en escuelas regionales campesinas con objetivos más ambiciosos: realizar una transformación del campo, integrando actividades culturales, deportivas, educativas, económicas y de organización política en el marco de la reforma agraria y de la conformación del Estado posrevolucionario. Jóvenes entre 12 y 17 años se formaron con un plan de estudios de cuatro años posteriores a tres o cuatro años de educación primaria, que enlazó la formación de maestros rurales con la de técnicos agrícolas para formar líderes, personas autónomas, responsables y con autonomía, conocedores de técnicas de agricultura y ganadería, oficios rurales y cultura cívica, de los artículos constitucionales que amparaban a los campesinos y obreros; jóvenes que fueran observadores de las necesidades del medio rural y manejaran técnicas para convertirse en gestores para solicitar el reparto agrario, formar cooperativas de producción, abrir escuelas, procurar la higiene y el deporte, organizar fiestas patrias y otras actividades como la alfabetización. Los directores de las escuelas incluso llegaron a ser los representantes del Banco Nacional de Crédito Ejidal y fungieron como responsables de hasta 10 escuelas rurales que funcionaban como anexas.
Las escuelas se ubicaron en zonas rurales, reclutaron a hijos de ejidatarios o de pequeños propietarios rurales que recibían becas del gobierno federal y al finalizar sus estudios obtenían plazas como maestros en escuelas rurales. Buena parte del proceso educativo se daba en los internados, que hasta 1943 fueron mixtos. Los estudiantes se rotaban para atender todas las necesidades de cada escuela, sus anexos agropecuarios y talleres, la alimentación y la limpieza, otorgando un gran valor al trabajo, la disciplina, la vocación de servicio y el compromiso con la comunidad. Cuando en 1934 se modificó el artículo tercero de la Constitución para establecer que la educación que impartiera el Estado sería socialista, se añadieron al plan de estudios algunas materias sobre materialismo histórico, al igual que en otras escuelas normales. Un año después se formó la FECSM, organismo estudiantil que enlazó a las sociedades de alumnos de cada escuela y que jugaría un papel fundamental en la lucha por mejorar las condiciones de trabajo de las escuelas.
Entre 1920 y 1941 las escuelas representaban la entrada del gobierno federal revolucionario en la vida del campo.1 Sus relaciones con las comunidades no fueron sencillas por su carácter mixto y laico, mientras que su encargo agrarista las colocó como enemigas de caciques, propietarios y comerciantes. A la vez, su involucramiento en la reforma agraria pronto entraría en contradicción con la construcción vertical del corporativismo del gobierno revolucionario, que limitó la organización de ligas agrarias y organizaciones magisteriales independientes como las que se proponían desde las escuelas regionales campesinas. Para 1939 la SEP había abierto ya 36 escuelas, con condiciones de trabajo muy variables que se deterioraron notablemente a raíz de la expropiación petrolera. Los maestros, estudiantes y padres de familia muchas veces fueron quienes proporcionaron su trabajo y los materiales para construir los salones, talleres y anexos, con apoyo de las comunidades rurales cercanas. Se puede decir que ellos, literalmente, construyeron sus escuelas. Por eso en 1940, como lo harían en el futuro, apoyaron a los estudiantes cuando se fueron a una huelga nacional exigiendo, sobre todo, el incremento en el presupuesto de las regionales campesinas, especialmente para completar la planta docente y subir el monto de las becas.
1941 representó un parteaguas en la historia de estas instituciones. Ese año se estableció un plan de estudios único para todas las escuelas normales, fueran urbanas o rurales. Las regionales campesinas fueron desintegradas para crear por separado escuelas prácticas de agricultura y escuelas normales rurales. Desde entonces desapareció la intención de que se adaptaran a las necesidades locales y el carácter especialmente rural de estas normales, cuyo número se redujo a 18. No obstante, las plazas de profesores sí estaban diferenciadas en urbanas y rurales, y a estas últimas correspondía un sueldo menor. Las normales rurales perdieron sus escuelas anexas, y ya sin sentido, sus talleres, tierras y anexos agropecuarios quedaron como excedentes: muchos de ellos se convertirían en ruinas, mientras que otros fueron trabajados por los maestros y estudiantes para apoyarse económicamente frente a los escasos recursos que les proporcionaría la SEP en adelante: las escuelas no tenían los laboratorios y bibliotecas para entonces imprescindibles para cumplir con un plan de estudios que incorporaba materias equivalentes a la educación secundaria. Era frecuente que algunas asignaturas no podían ser cursadas por falta de maestros que las impartieran.
Entre 1941 y 1969 las normales rurales vivieron otra época. Los gobiernos en turno durante este periodo apostaron a la modernización del país a través del desarrollo industrial y urbano. La reforma agraria fue detenida y las escuelas normales rurales tuvieron un escaso lugar en este proyecto, aunque en los años cincuenta tuvieron un nuevo impulso. Algunas escuelas prácticas de agricultura volvieron a convertirse en normales rurales y se abrieron otras hasta llegar a ser 29. La SEP promovía la producción de las tierras en las escuelas, pero no daba recursos para ello. La mayor parte de los estudiantes siguieron siendo de origen rural y humilde. Las becas y los internados se convirtieron en opciones de movilidad social e incluso de sobrevivencia para hijos de campesinos, mineros y otros sectores del medio rural de escasos recursos que no hubieran podido estudiar sin esos apoyos, como lo fueron muchos huérfanos o hijos de mujeres viudas. Familias enteras se formaban en las normales rurales generación tras generación.
A finales de los años cincuenta los estudios de normal se hicieron equivalentes al bachillerato, con lo que las escuelas abrieron la oportunidad de que estos sectores o ingresaran al servicio docente o pasaran a los estudios universitarios. La formación de identidades en los internados se hizo aún más intensa, ya que la convivencia con los compañeros podía extenderse hasta por siete años: uno del curso complementario (para concluir la primaria), los tres años de secundaria y tres de normal. Como las condiciones en los internados eran difíciles, era frecuente que los estudiantes, sobre todo los varones, se cambiaran de un plantel a otro buscando mejores condiciones o acercarse a las opciones del mundo urbano, sin que por ello abandonaran su relación con los medios rurales. Si en el pasado en algunas escuelas habían funcionado células comunistas y se habían fomentado, como parte del currículum, relaciones con organizaciones agrarias, en estos años a estos vínculos se añadieron otros. Guiados por sus maestros, muchos de ellos bien preparados, simpatizantes del Partido Comunista y defensores de la democracia sindical, como por ejemplo José Santos Valdés, los normalistas rurales apoyaron al movimiento magisterial gestado en la ciudad de México bajo el liderazgo de Othón Salazar, que buscaba la democratización del SNTE. Poco después respaldaron al movimiento estudiantil que culminaría en 1968 con el asesinato masivo de jóvenes en la ciudad de México, con el encarcelamiento de estudiantes y con el cierre de 15 escuelas normales rurales: un fuerte castigo a la libertad de expresión. Un hecho difícil de olvidar.
En la vida de los internados y la organización estudiantil se habían mantenido muchos de los objetivos fundacionales de las escuelas (el vínculo con lo rural, el compromiso social, la idea de formar líderes), así como sus contradicciones (la necesidad de movilizarse para mejorar las condiciones casi siempre precarias de las escuelas, el sentimiento de pérdida de lo que se tenía antes y de ser tratados como estudiantes y futuros maestros de segunda por su origen rural). El pasado de las escuelas y las promesas no cumplidas a los movimientos campesinos se enlazaron en estos años con las inquietudes despiertas por la revolución cubana, ampliamente contrastantes con el autoritarismo del PRI. En las escuelas operaban Comités de Orientación Política e Ideológica en los que algunos estudiantes discutían a autores como Marx, Lenin y el Che Guevara y se entrenaban en la oratoria. El compromiso social y el activismo político tenían varias vertientes e incluso la FECSM vivió una fuerte escisión a principios de los años sesenta. Algunos maestros egresados de las normales rurales optarían por la vía armada para lograr el cambio social, como sucedió en Chihuahua y Guerrero, y pese a los esfuerzos de la FECSM por limitar la injerencia de todo partido político, en los internados comenzaron a tener presencia distintas fuerzas políticas. Sin embargo, es importante resaltar que no todos los estudiantes se interesaban en este ámbito. En los internados se hacían diversos grupos de amistad según la generación, el dormitorio, la comunidad de origen, o la participación en grupos musicales, equipos deportivos y en otras actividades culturales que tenían una fuerte presencia en su vida cotidiana.2
La información disponible sobre las escuelas normales rurales de los años setenta a nuestros días proviene sobre todo de fuentes periodísticas y es muy limitada ya que hace visibles los conflictos entre las normales rurales y las autoridades de los estados, pero no la complejidad de sus motivos ni lo que sucede en la vida cotidiana de las escuelas y los internados.3 Un nuevo reto se planteó a las escuelas normales con la elevación del ciclo de estudios a nivel de licenciatura en 1984 y más aún con la descentralización de la educación básica y normal en 1993. Las normales rurales pasaron a la administración estatal con lo que se restringió el reclutamiento de estudiantes y el otorgamiento de plazas a regiones determinadas. La FECSM se opuso a esta política que debilitaba la posibilidad de que las rurales en su conjunto negociaran con el gobierno federal, algo que había sido de vital importancia para su sobrevivencia. Si a lo largo de su existencia los trabajos y las condiciones de cada escuela muestran diferencias importantes según las circunstancias regionales particulares, a partir de los noventa la diversidad se haría más grande. Algunas escuelas fueron absorbidas por el crecimiento de los centros urbanos y comenzaron a ingresar jóvenes de origen urbano de escasos recursos, mientras en otras la presencia de estudiantes indígenas se incrementó. Se trataba, entonces, de jóvenes mayores de edad. En 2003 la SEP registraba 10 escuelas para varones, seis para mujeres y cuatro mixtas (de otras dos no se contaba con el dato). La planta docente fue cambiando y en algunas fue disminuyendo el número de maestros de tiempo completo, que resultan fundamentales en el régimen de internado.
Aunque la SEP dio facilidades para la apertura de escuelas normales privadas, ha seguido una política de limitar la matrícula de las escuelas normales públicas, bajo el argumento de que hay un excedente de profesores ante los cambios en la dinámica poblacional. El tope de la matrícula fue particularmente fuerte en el caso de las escuelas normales rurales, que se opusieron al programa de Modernización Educativa y las subsecuentes políticas educativas. Los reclamos de los estudiantes por las malas condiciones de las escuelas, la insuficiencia de sus becas y los topes a la matrícula se fueron incrementando y la prensa ha hecho énfasis en el uso de estrategias como el secuestro de autobuses o bloqueos de carreteras, pero no tanto en la histórica estrategia de cortar los suministros de las escuelas cuando están en paro. Muchas veces los movimientos estudiantiles han sido apoyados por la población circundante a las escuelas con base en sentimientos de justicia social pero también porque los internados han sido fundamentales para la movilidad social, incluso para el desarrollo económico local. El caso más sonado de este soporte fue el de El Mexe, Hidalgo, en el año 2000.
Con la alternancia en el poder las relaciones entre las escuelas y las autoridades han empeorado. La distancia entre los proyectos educativos de la SEP y de las escuelas, con sus respectivas bases políticas, se ha hecho cada vez más grande. En 2003 se cerró el internado de la escuela de Mactumatzá, Chiapas, y se cancelaron las becas de los estudiantes. Cinco años después se cerró El Mexe, una de las escuelas más emblemáticas. Mientras los estudiantes se manifestaban en contra de la Alianza por la Calidad Educativa, Elba Esther Gordillo, presidenta del SNTE, declaraba públicamente que las escuelas normales rurales serían transformadas en escuelas politécnicas. El 12 de diciembre de 2011 la policía mató a dos estudiantes de Ayotzinapa cuando realizaban un bloqueo de la carretera del Sol, en Guerrero.
Las escuelas normales rurales del siglo XXI al parecer han buscado renovarse. La FECSM, que se autodenomina una organización semiclandestina y sigue teniendo presencia en la mayor parte de las normales rurales, impulsa un proyecto educativo que abarca cinco áreas de acción: educativa, cultural, deportiva, productiva y política. Se trata de una adaptación del plan de estudios de las escuelas regionales campesinas. En el nivel local, algunas agrupaciones de egresados se mantienen activas y procuran apoyar a las escuelas en la construcción de proyectos pedagógicos alternativos que también retoman el compromiso social del profesor como base, y hay algunas otras iniciativas poco conocidas.
Actualmente existen 16 establecimientos en diferentes estados, en los que se forman cerca de siete mil estudiantes, con casi 800 profesores, que no representan ni 10% del total del subsistema de formación de maestros. Las becas diarias de los estudiantes varían de 45 pesos en Ayotzinapa, Guerrero, y Tamazulapan, Oaxaca, a 70 pesos en Tenería, Estado de México (según han declarado los representantes de la FECSM). En la reunión que Enrique Peña Nieto sostuvo el 29 de octubre con los padres de los estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos, se comprometió a dignificar las escuelas normales rurales y la Cámara de Diputados aprobó un presupuesto adicional de 400 millones adicionales para ellas. Pero los problemas de las escuelas normales rurales no se van a arreglar sólo con este bono. Las solicitudes de ingreso en este año escolar bajaron drásticamente ante el escenario planteado por la reforma educativa y el miedo a la represión ha ocasionado la deserción de un porcentaje alto de estudiantes normalistas rurales en todo el país. Los sucesos de Iguala del 26 y 27 de septiembre son, entre otras cosas, la explosiva y atroz culminación de años de hacer caso omiso de las dificultades de desarrollo y educación en las áreas rurales, de años de discriminación, de intolerancia y violencia hacia los jóvenes campesinos e indígenas y futuros maestros que hoy parecen desechables.
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